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Isabel Díaz
Rubiano
“No me exijáis olvidar ese pequeño azul del cielo que se contrae dichoso bajo los ojos de ese puente. Decidme para siempre que no es un crimen llenarse los pulmones y la vida de aire y sentir el impulso de correr pendiente abajo por estas montañas, gritando fuerte al cabo de tantos años de forzados vaivenes: merezco un poco de sosegado sol, una brizna de yerba sin sangre, un sorbo de agua porque sí, no por la angustia de la sed, un posible cerrar los ojos sin desvelo... algo que haga posible el llevarme de aquí, allá al final, la idea de que todo no fue una maldición, un inexplicable castigo... Pero mis infinitas madrugadas sin sueño, mis largos sobresaltados amaneceres me trastornan, me cambian mis deseos de paz, de una siempre anhelada armonía del mundo... Y de pronto se entran en lo oscuro, sin quebrar las paredes, las voces frías, tajantes de la espada, y ese pobre clavel, que por breves horas tan sólo quise alzar en mi mano, lo oigo caer decapitado, deshecho, en la penumbra de mi cuarto que pronto va a imponerme la violencia del día a través del cristal de la ventana.”1
Tenía Alberti alrededor de sesenta y cinco años cuando comenzó a escribir este libro. Ya se había marchado de Argentina, su querido país de adopción, y residía en Roma, ciudad a la que también amó mucho como se desprende de la lectura de Roma, peligro para caminantes o de sus comentarios sobre la ciudad en La arboleda perdida. Fueron éstos, años de continuos vaivenes emocionales. Junto a la alegría del artista que disfrutaba, como él mismo nos explica en el texto con la contemplación generosa, tranquila, de la Naturaleza, de la vida, convivía la angustia, la tristeza, de otro Alberti incapaz de gozar de la armonía del mundo porque el tiempo lo atenazaba con sus límites y le impedía vivir en plenitud. Un hombre escindido entre el clavel y la espada, como tantas veces se habrá dicho, que alojaba dentro de sí a otros muchos hombres.
Resulta difícil desprenderse de la imagen del poeta septuagenario que, de regreso del exilio, pasaba gran parte de su vida rodeado de gente en actos públicos: lecturas con Nuria Espert, entrevistas en radio y televisión, homenajes... Se podría pensar que disfrutaba compartiendo su tiempo con la multitud de fervorosos admiradores que durante tanto tiempo lo esperó; sin embargo, las apariencias engañan en ocasiones, porque si había un Alberti que se emocionaba con la reacción entusiasta que su canto o su aparición pública suscitaba entre la gente, también había otro deseoso de llegar a casa para trabajar y descansar, y que rechazaba las mieles de la fama.
Se muestra muy explícito al respecto cuando en Canciones del alto valle del Aniene confiesa:
“La desesperación de dar tus diarias horas de trabajo a las de cualquiera que llega, que llama por teléfono, que manda un libro estúpido, una carta con propuestas idiotas, que no sabe marcharse, que te invita a comer o es invitado por ti, que te arranca de pronto y obliga a ver alguna horrible exposición, que te acosa poniéndote la soga al cuello para que le escribas un prólogo, que te inquieta en la calle con su auto sacándote las ideas de la cabeza y sobresaltándote el corazón, que se da importancia quitándotela a ti que fuiste quien a él diste importancia, que te hunde y agota de aparentes favores que ocultamente se encaminan a que tú al fin le concedas algo que él sospecha imposible o que a ti no te da la gana y... etc., etc... por esta noche.”2
Cuando escribió esas palabras, aún se encontraba en Roma, pero ya en España, en un simpático poema se desahoga así:
“Entrevista. Comida. Entrevista. Comida.
Televisión. Comida. Entrevista. Comida.
Recital. Entrevista. Comida. Recital.
Televisión. Comida. Recital. Entrevista.
Sueño. Sueño. Entrevista. Sueño. Sueño.”3
En esta última etapa de su vida, no le importa mostrarse vulnerable, no le avergüenza confesarse a través de su poesía. No persigue afiliarse a ninguna corriente estética, ni ensayar su portentosa técnica con caminos que no sean los suyos. El poeta habla consigo mismo más que nunca, transformándose en su propio confesor, y cuanto más éxito cosecha su faceta pública, más angustiado se siente después en soledad:
“Yo paso de la calle, del gentío,
del aplauso y más vivas alabanzas
a la mayor desolación, al pozo
más hondo de la angustia.”4
Aunque esta angustia que otros poetas generacionales
amigos suyos como García
Lorca, Luis Cernuda o Vicente Aleixandre también arrastraron hasta el
final de sus vidas, no es producto exclusivo del desengaño vital de
un hombre mayor que ve precipitarse los días sin poder remediarlo; esta
angustia parece nacer de la propia sensibilidad del artista, que tiembla ante
cualquier desconcierto del mundo. No es extraño que el propio poeta
nos hable de la tremenda crisis personal que sufrió a los veinticinco
años, crisis fructífera de la que nació uno de sus mejores
libros, Sobre los ángeles. Nos dice en La arboleda perdida, que la poesía
de su primera época apenas si tenía resonancias para él
en ese momento; su estado de ánimo ya no cabía en los versos
cortos y gráciles de Marinero en tierra ni en el retórico barroquismo
de Cal y canto que tanto esfuerzo técnico le supuso. Encontró entonces
el molde adecuado a sus turbulencias interiores en el Surrealismo. Estos años
entre 1927 y 1929 fueron muy duros para él. Su salud se deterioró bastante,
entre otras razones, porque apenas podía dormir, y cuando lo hacía,
su sueño era ligero y estaba poblado de terribles pesadillas. Revela
en La arboleda perdida: “(...) los insomnios y pesadillas me llevaban
a amanecer a veces derribado en el suelo de la alcoba”5. La mujer que
más lo ayudó en esta época fue la joven pintora Maruja
Mallo que murió en un accidente de coche cuando Alberti parecía
ir recobrándose; su muerte lo hundió de nuevo en “las cavidades
más oscuras y hondas.”6
Es interesante la matización que la estudiosa de su obra, Emilia de
Zuleta, aporta al respecto, pues nos da la clave de lo que será la forma
de sentir de Alberti a partir de entonces: “Hay, sin duda, un gradual
adentramiento en la experiencia de la angustia, de la muerte y de la nada;
pero no se trata de un movimiento continuado, en una dirección única,
sino más bien de la natural oscilación del espíritu de
la esperanza a la desesperanza.”7
Quizás fuera Alberti uno de los escritores del momento más persuadido del poder de la esperanza, actitud que se desvelará en toda su grandeza durante el destierro.
Después de esta crisis, el poeta se vuelca en el activismo político. Su poesía se exterioriza, se preocupa ahora más por el mensaje revolucionario que por la satisfacción estética. El comunismo lo ayuda a tener de nuevo fe en la vida, aunque libros como El poeta en la calle, De un momento a otro o Vida bilingüe de un refugiado español en Francia, por citar algunos títulos, no gocen de la alta consideración de sus obras anteriores. Sin embargo, él habla con emoción de estos años anteriores a la guerra en los que, pensionado por la Junta para Ampliación de Estudios, visita, en compañía de su mujer, María Teresa León, París, Alemania, Rusia y otros países europeos. Su propósito era estudiar las nuevas tendencias del teatro de estas naciones tan influidas por los vanguardismos.
Sin vanidad, como hombre acostumbrado al trato con personalidades de las artes, de las letras, de la política o de la alta sociedad, así como con gente sencilla del pueblo como el pescador ibicenco Pau, sin cuya ayuda tal vez habría corrido idéntica suerte a la de García Lorca o Miguel Hernández, nos informa en su Arboleda de los personajes que antes de la Guerra Civil conoció. Entre otros, al poeta Paul Éluard, al surrealista Louis Aragon, al futuro Nobel de Literatura Miguel Ángel Asturias, a Uslar Pietri, Alejo Carpentier, a Vicente Huidobro, al pintor Marc Chagall, a Bertolt Brecht, a Ivanov, Gladkov, a otro futuro Nobel de Literatura, Boris Pasternak…
Y después de estos dos años de viajes, de intensas charlas y estudios, deciden regresar urgentemente a España al enterarse de la revuelta de los mineros asturianos (Revolución de Octubre de 1934). Se encontraba en Rusia en esos momentos, y allí se enteró también por una carta enviada por su amigo José María de Cossío, de la muerte de otro gran amigo, el torero Ignacio Sánchez Mejías, al que le dedicaría después su poemario Verte y no verte. Se ponen en camino, pues, pero antes de llegar a nuestro país, la madre de María Teresa León les aconseja que no vayan a su casa de Madrid porque ésta había sido allanada por la policía republicana. Se refugian entonces en París, como otros tantos obreros asturianos que huyeron de la dura represión. En esta ciudad, un camarada italiano los convence para que viajen a América del Norte y del Sur con el fin de que allí conozcan la situación de las familias asturianas (muchos hombres estaban en la cárcel o muertos, y sus hijos y mujeres pasaban hambre) y recauden fondos para socorrerlas. No lo piensan mucho y poco después llegan a Nueva York. Su estancia en la ciudad de los rascacielos le inspiró 13 bandas y 48 estrellas, y de él extraemos una estrofa del poema “New York” que describe en pocas palabras la política exterior de Estados Unidos:
“New York, Wall Street, Banca de sangre,
á
ureo pulmón comido de gangrena,
araña de tentáculos que hilan
fríamente la muerte de otros pueblos.”8
Estuvieron casi un mes en Nueva York y se hicieron muy amigos del escritor John Dos Passos. Pero el viaje continúa por América del Sur. Llegan a Méjico donde los reciben cariñosamente y allí conocen a los afamados muralistas Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros; también a la compañera de Rivera, la pintora Fryda Kalo, y al entonces jovencísimo poeta, Octavio Paz.
Esta alegría se ve truncada, no obstante, en Tampico, todavía en Méjico, cuando el cónsul español ordenó se colocaran carteles por las calles que anunciaban “¡Llegan las hordas de la antipatria!”. Alberti respondió con un poema ofensivo en el que calificaba al cónsul de “Su Excremencia”. La venganza no se hizo esperar, pues a la pareja no le permitieron la entrada en El Salvador, ni en Guatemala ni Costa Rica. Ya en Panamá, emprendieron el viaje de vuelta a España.
Con apenas treinta y dos años, el poeta ya conocía a celebridades de medio mundo, pero él estaba entregado, fundamentalmente, a la causa comunista. Poco después del viaje, estalla la guerra. Por la Alianza de Intelectuales Antifascistas, de la que él era secretario, pasaron artistas, escritores y políticos de todo el mundo “venidos a presenciar y a informar sobre nuestra popularísima guerra”9. De entre los españoles destacaron: Gil-Albert, León Felipe, Emilio Prados, Luis Cernuda, Miguel Hernández (uno de los más comprometidos con la guerra); y de los extranjeros: Nicolás Guillén, César Vallejo, Vicente Huidobro, Pablo Neruda, Ernest Hemingway, y dos fotógrafos que tomaron memorables instantáneas de la contienda: Robert Capa y Gerda Taro.
Fueron años penosos, pero también varoniles, como declara Alberti. La guerra romántica, unió el espíritu de todos los que lucharon por defender la República, y por un tiempo, los problemas personales se relativizaron. Cuando ésta concluye, a Alberti no le queda más remedio que marcharse de nuevo a París: “Cuando llegué a París, mi estado espiritual era negro, desesperado. El final de nuestra guerra, con la insurrección en Madrid del coronel Segismundo Casado, me había hundido en el mayor desánimo, apoderándose de nosotros, los recién exiliados españoles, el túnel de la más tremenda incertidumbre.”10 Entonces comienza a escribir el libro de la inmediata postguerra, Entre el clavel y la espada que terminará en Buenos Aires. En el destierro, su obra se unifica y vuelve a irrumpir con más fuerza que nunca el otro Alberti. Destacamos algunos poemas de la sección V, “De los álamos y los sauces” en homenaje a Antonio Machado. Observando esos álamos, Alberti aprende la difícil lección de que no siempre hay una correspondencia entre lo que el hombre siente, especialmente cuando sufre, y la serenidad de la Naturaleza. Esa contemplación, sin embargo, le hace comprender que el hombre se alimenta de esperanza y por eso continúa luchando.
“Anda serio ese hombre,
anda por dentro.
Entra callado.
Sale.
Si remueve las hojas con la tierra,
si equivoca los troncos de los árboles,
si no responde ni al calor ni al frío
y se le ve pararse
como olvidado de que está en la vida,
dejadle.
Está en la vida de sus muertos, lejos,
y los oye en el aire.”11
“Ahora me siento ligero,
como vosotros, ahora
que estoy cargado de muertos.
Voy a crecer, a subir.
Voy a escalaros
ahora que tengo mil años.
¡Detenedme, que ya subo!
¡Paradme, que ya os alcanzo!
No me dejéis, ya en el viento,
mirar abajo.”12
En Punta del Este y en Argentina, Alberti se siente solo. Solo, aunque siempre rodeado de personas que lo visitan cuando menos lo espera para sorpresa suya. Algunos eran camaradas comunistas con los que se reunía clandestinamente en su casa de Argentina. Con el tiempo, hubo de cambiar el itinerario de esos encuentros, pues el peligro que corría era grande; el fantasma de la represión política volvía a aparecérsele.
Aunque nunca estuvo ocioso, la soledad y la tristeza, le pesaban demasiado. No le resultaba fácil olvidarse de la desolación y miseria que había dejado en su país, ni de los miles de refugiados españoles que malvivían en los campos de concentración franceses. La naturaleza relajaba su ánimo, pero favorecía la nostalgia. Por estos años los animales, fundamentalmente los perros, lo consuelan de su soledad. A ellos dedica varios poemas, y a Jazmín, un perro perteneciente a un dueño déspota que lo maltrataba, lo recuerda en un capítulo completo de La arboleda. De él, que era un animal caprichoso que aparecía y desaparecía súbitamente, llega a decir: “(...) hoy para mí ya es algo más que un perro: es el aliento de los bosques, la brisa del mar, el viento de las playas, el soplo veloz de los caminos, el rayo victorioso de los médanos, el alma errante de Punta del Este.”13
Ni siquiera las plantas, sus otras compañeras en la soledad del exilio, podían remediarle su melancolía. No sorprende que en su libro Poemas de Punta del Este, titule a uno de sus poemas “¡Qué solo estoy...”
“¡Qué solo estoy a veces, oh qué solo
y hasta qué pobre y triste y olvidado!
Me gustaría así pedir limosna
por mis playas natales y mis campos.
Dad al que vuelve, ¡por amor!, un trozo
de luz tranquila, un cielo sosegado.
¡
Por caridad! Ya no me conocéis...
No es mucho lo que pido... Dadme algo.”14
Como afirma Emilia de Zuleta, el escenario natural de Punta del Este, la grandiosidad del bosque y del océano, propician el monólogo interior. Esta poesía anticipará, según la autora citada, el tono y el lenguaje de la obra siguiente, Retornos de lo vivo lejano.
El título es muy preciso, porque, en efecto, para él volvieron los recuerdos de sus paraísos lejanos: la casa paterna del Puerto de Santa María, el aburrimiento de colegial rebelde en el colegio de los jesuitas, la voz espiritual de Juan Ramón Jiménez, otros otoños y primaveras... Pero también es la época en la que le cuesta rendirse al presente porque éste le evoca momentos pasados de mayor plenitud. A él le parece que al presente se le han desvaído los colores a fuerza de repetirse año tras año; aunque, por otro lado, siempre le resta energía para seguir sorprendiéndose. Confiesa incrédulo en uno de sus poemas, que ahora él tiene la misma edad que tenía Juan Ramón cuando una tarde subió a la azotea donde el poeta onubense se encontraba para enseñarle algunos de sus primeros versos. Hablaron del mar, tan lleno de simbologías vitales para Alberti, de poesía. Pero desde entonces han transcurrido muchos años y ahora lo rememora con sorpresa, sin entender por qué no puede eternizar su vida ni siquiera con los versos:
(...)
“É
l entonces tenía
la misma edad que hoy,
dieciséis de diciembre,
tengo yo aquí, tan lejos
de aquella tarde pura
en que le subí el mar
a su sola azotea.”15
En este libro hay poemas de una sinceridad terrible. En uno de ellos se imagina regresando como un fantasma a su país y siendo recibido por sus antiguos amigos de siempre:
(...)
“É stos son tus amigos junto a la chimenea.
Tú no faltas en medio con un libro en la
mano.
Te escuchan. En los ojos
de algunos ya es su muerte la que te está
atendiendo.”16
Y es quizás su poema “Nuevos retornos del otoño”, donde su pesimismo se muestra más explícito:
(...)
“
Me miro a mí, me escucho esta mañana
y perdido ese miedo
que me atenaza a veces hasta dejarme mudo,
me repito: Confiesa,
grita valientemente que quisieras morirte.
Di también: Tienes frío.
Di también: Estás solo, aunque otros te
acompañen,
¿
Qué sería de ti si al cabo no volvieras?
Tus amigos, tu niña, tu mujer, todos esos
que parecen quererte de verdad, ¿qué
dirían?
Sonreíd. Sed alegres. Cantad la vida nueva.
Pero yo sin vivirla, ¡cuántas veces la canto!
¡
Cuántas veces animo ciegamente a los tristes,
diciéndoles: Sed fuertes, porque vuestra es el
alba!
Perdonadme que hoy sienta pena y la diga.
No me culpéis. Ha sido
la vuelta del otoño.”17
Pero Alberti se conoce bien; él sabe que sus sentimientos se mueven como un péndulo y que la infinita tristeza que percibe al contemplar la naturaleza de ese otoño austral en mitad de su vida (publica la obra en 1952), no será definitiva, como de hecho nunca lo fue. Por eso, aunque confiese que quisiera morirse, aunque llevado de su escepticismo se refiera a sus amigos, a su hija y a su mujer, como a “esos que parecen quererte de verdad”, más tarde reconoce que se ha dejado arrastrar por los sentimientos. Pide perdón por haberse mostrado débil, aunque necesitara esa catarsis después de haber emulado tantas veces, sin saberlo, al san Manuel, bueno, de la novela de Unamuno. El que con frecuencia ha animado a los tristes, necesitaba un desahogo, una depuración de los sentimientos a través de su poesía.
El tema clásico en nuestra literatura desde Jorge Manrique, la frustración de no poder apresar el tiempo perdido, es analizado en este libro de forma más profunda y apasionada que en los restantes del autor. Alberti pide que vuelvan los años del amor juvenil en los que la fusión con el mundo era posible, y en un grito romántico exclama:
(...)
¡ Oh, ser joven, ser joven, ser joven! No te vayas,
vuelve, vuelve, retorna, retorna a mí esta tarde,18
(...)
Y como es consciente de que lo que pide es imposible, se conforma con detener, con fijar en la mirada, los momentos más bellos y felices de la pareja, y así rescatarlos del olvido, de la muerte.
“Ha llegado ese tiempo en que los años,
las horas, los minutos, los segundos vividos
se perfilan de ti, se llenan de nosotros,
y se hace urgente, se hace necesario,
para no verlos irse con la muerte,
fijar en ellos nuestras más dichosas,
sucesivas imágenes”19
En otro poema reconoce que la compañera que más lo ha ayudado en estos años de soledad y destierro, la única que le ha abierto sus puertas a la esperanza, ha sido la poesía, que aquí identifica con el mar.
Escribe en La arboleda perdida: “Ante la inmensa banda azul del Paraná y los bañados de vacas y caballos solitarios me fue dictando el viento, durante varios otoños y veranos, mis Baladas y canciones, creo que mi penúltimo libro escrito en Argentina. En él, entrelazada a mis nuevas raíces americanas, la presencia de mis largas angustias españolas está más viva y clara que en ningún otro”20
Es cierto que la nostalgia ocupa en este libro un lugar preferente, pero con ella, otros temas que van perfilando las obsesiones del poeta. Nos llama la atención la Canción 17 cuyo tema central es la tristeza. En esta ocasión, no obstante, no habla de lo que provoca en él tal estado de aflicción, sino que se refiere a ella con términos más bien abstractos:
“La tristeza no es desánimo.
No es negación de la vida,
del ejecutivo brazo.”
Para concluir después, que tal sentimiento puede ocultarse en actitudes vitales más constructivas, como la fuerza de un hombre para romper montes, volar ríos o barrer campos. Y sólo al final descubrimos que es la tristeza la que alimenta la rebeldía:
“Mi tristeza es ira,
es rabia,
cólera, furia, arrebato”21
Alberti también sintió, como otros compañeros de generación, el anhelo de eternidad. Pero él la observa desde fuera, no la reclama para sí mismo:
(...)
“ La eternidad bien pudiera
ser un río solamente,
ser un caballo olvidado
y el zureo
de una paloma perdida.”22
No podemos dejar de recordar el magnífico poema en prosa que Juan Ramón Jiménez escribió sobre el tema. Pertenece al libro, Diario de un poeta recién casado y se llama “La negra y la rosa”. Juan Ramón describe la delicadeza de la rosa blanca que es sostenida por la negra mano de la joven negra. Su grotesca indumentaria contrasta con la belleza de la rosa que ella mantiene enhiesta a pesar de estar dormida. Todos los viajeros del metro neoyorkino la miran concentrados. “Todos han dejado sus periódicos, sus gomas y sus gritos; están absortos (...) en esta rosa blanca (...) que es como la conciencia del subterráneo (...) hasta que el hierro, el carbón, los periódicos, todo, huele un punto a rosa blanca, a primavera mejor, a eternidad.”23
La eternidad es lo que la mirada del poeta ha decidido detener y comprender por un momento. Ese instante de lucidez, de éxtasis, nutre su esperanza en la vida y lo asemeja al místico.
Quizás fuera ésta la etapa en la que Alberti dispuso de más tiempo para observar, aunque eso no le satisficiera del todo, como expresa en “Balada de las bicicletas con alas”: haber sido el poeta del mar, de los bosques, de los ángeles y las llanuras, de la paz y de las revoluciones, sólo le ha servido para convertirse en un poeta desterrado.
Temas similares a los que llevamos comentados, seguirán apareciendo con obsesiva insistencia en libros posteriores. La nostalgia, la imposibilidad de recuperar el tiempo perdido, la desilusión porque el mar (la vida) no quiere mirarlo ni escucharlo... ¿Qué es lo que lo mantiene esperanzado entonces? El espectáculo de las transformaciones del mundo: los albañiles levantando pisos, los ancianos sentados de espaldas a la muerte, los árboles, los pájaros…
“Mirador tú me
ofreces,
abierto a todas horas,
el eterno espectáculo de las transforma-
ciones.”24
El 28 de mayo de 1963 la familia Alberti abandona Argentina con gran pesar y se dirige a Italia. ¿Por qué? Porque se sentía más cerca de España y de la costa mediterránea, por la simpatía de sus gentes y por el origen de su apellido, según él, ligado al de las familias florentinas. Cerca de quince años vivió junto al río Tevere. Allí compuso los dos libros más importantes de su última época, Roma, peligro para caminantes y Canciones del alto valle del Aniene del que ya hemos extraído algunos fragmentos en prosa. Para el primero elige ese extraño título por el constante riesgo que corría al cruzar sus estrechas calles y “ver llegar aquellas exhalaciones interplanetarias, ciegas y sin aviso.”25
Con el mismo espíritu que después alentó el poema en prosa que inaugura este trabajo, también aquí se pregunta si “será un crimen” sentir como un artista, invertir el tiempo en sentarse por las mañanas a escuchar el sonido de las fuentes hasta transformarse, confundido, en ese rumor, o mirar los árboles o las flores.
(...)
“¿
Será un crimen pensar que esto es un crimen,
cuando en verdad el verdadero crimen
es no darnos respiro nuestro tiempo
para a diario cometer tal crimen?”26
Con palabras muy parecidas, vuelve a retomar el tema de la falta de sensibilidad del mundo moderno en un libro posterior, Fustigada luz:
(...)
“ Tiempos desesperados,
infelices, sombríos,
en que es casi un delito el contemplar las
flores,
alabar los azules del mar y la armonía
del vuelo de las aves que en otoño se
alejan.” 27
Aunque su crítica más ácida a la sociedad del momento la expresa en otro poema del mismo libro:
“Somos así,
cuchillas,
espantosos, atroces clavos, espinas, uñas,
manojos de herramientas
sobre patas cortantes que caminan
hacia la destrucción, hacia el desierto.”28
Tiempos malos para la poesía, sí, pero Alberti sigue ilusionado con un mundo mejor, más armónico y pacífico.
Alberti, poeta de capacidades y caras inagotables, alegre y triste, esperanzado y escéptico, invulnerable y frustrado, nunca completo. Aunque en nuestra exposición ha prevalecido la mirada del poeta atormentado, no queremos despedirnos sin rendir un homenaje a su portentoso sentido del humor, y por eso hemos seleccionado un poema que nos habla de la gracia de otro andaluz universal amigo suyo, Pablo Picasso:
“PICASSO me cuenta:
-En Barcelona se reunieron una noche
varios artistas ya
muy viejos para correrse una gran juerga.
Uno dijo: yo traeré el vino.
Otro: yo, el champagne.
Otro: yo, la comida.
Otro: yo, los postres.
Otro: pues yo traeré las mujeres.
Otro: pero ¿y las pichas? ¿Quién va a traer las pichas?”29
BIBLIOGRAFÍA CITADA:
– ALBERTI, RAFAEL, Canciones del alto valle del Aniene, Seix Barral,
Barcelona, 1979.
–
ALBERTI, RAFAEL, Versos sueltos de cada día, Seix Barral, Barcelona,
1982.
–
ALBERTI, RAFAEL, La arboleda perdida (Segunda Parte), Seix Barral, Barcelona,
1987.
–
ALBERTI, RAFAEL, 13 bandas y 48 estrellas, Seix Barral, Barcelona, 1978.
–
ALBERTI, RAFAEL, Entre el clavel y la espada, Seix Barral, Barcelona, 1978.
–
ALBERTI, RAFAEL, Poemas de Punta del Este, Seix Barral, Barcelona, 1979.
–
ALBERTI, RAFAEL, Retornos de lo vivo lejano, Seix Barral, Barcelona, 1979.
–
ALBERTI, RAFAEL, Baladas y canciones del Paraná, Seix Barral, Barcelona,
1979.
–
ALBERTI, RAFAEL, Abierto a todas horas, Seix Barral, Barcelona, 1979.
–
ALBERTI, RAFAEL, Roma, peligro para caminantes, Seix Barral, Barcelona, 1976.
–
ALBERTI, RAFAEL, Fustigada luz, Seix Barral, Barcelona, 1980.
–
JIMÉNEZ, JUAN RAMÓN, Antología poética (ed. Javier
Blasco), Cátedra, Madrid, 1992.
–
ZULETA, EMILIA DE, Cinco poetas españoles, Gredos, Madrid, 1981.
Notas:
(1) Alberti, Rafael, Canciones del alto valle del Aniene, Seix Barral, Barcelona, 1979, págs. 152-153.
(3) Alberti, Rafael, Versos sueltos de cada día, Seix Barral, Barcelona, 1982, pág. 65.
(5) Alberti, Rafael, La arboleda perdida (Segunda Parte), Seix Barral, Barcelona, 1987, pág. 29.
(7) Zuleta, Emilia de, Cinco poetas españoles, Gredos, Madrid, 1981, pág. 255.
(8) Alberti, Rafael, 13 bandas y 48 estrellas, Seix Barral, Barcelona, 1978, pág. 77
(9) Alberti, Rafael, La arboledad perdida (Segunda Parte)... pág. 81.
(10) Alberti, Rafael, Ibid, pág. 103.
(11) Alberti, Rafael, Entre el clavel y la espada, Barcelona, 1978, pág. 110.
(14) Alberti, Rafael, Poemas de Punta del Este, Seix Barral, Barcelona, 1979, pág. 69.
(15) Alberti, Rafael, Retornos de lo vivo lejano, Seix Barral, Barcelona, 1979, pág. 21.
(20) Alberti, Rafael, La arboleda perdida ... pág. 123.
(21) Alberti, Rafael, Baladas y canciones del Paraná, Seix Barral, Barcelona, 1979, pág. 135.
(23) Jiménez, Juan Ramón, Antología poética (ed. Javier Blasco), Cátedra, Madrid, 1992, pág. 266.
(24) Alberti, Rafael, Abierto a todas horas, Seix Barral, Barcelona, 1979, pág. 71.
(25) Alberti, Rafael, La arboleda perdida, ... págs. 166-167.
(26) Alberti, Rafael, Roma, peligro para caminantes, Seix Barral, Barcelona, 1976, pág. 46.
(27) Alberti, Rafael, Fustigada luz, Seix Barral, Barcelona, 1980, pág. 91.
(29) Alberti, Rafael, Canciones del alto valle del Aniene,… pág. 81.
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